Distribución: la necesidad de consensos para el desarrollo

Autores: Diego Coatz, Gustavo Ludmer. Medio: Publicada en El Economista.

16/09/2010
La aplicación y sostenimiento de un esquema macroeconómico que reorientó los incentivos a favor de la producción y el trabajo nacional derivó en la generación de casi 5 millones y medio de empleos, el récord histórico de inversión sobre el PIB a fines del año 2007 y la recuperación del poder adquisitivo de los trabajadores. Todo apoyado tanto por la ampliación y consolidación del mercado interno como por el incremento de la base exportadora. El proceso arrojó un conjunto de resultados relevantes, aún más en comparación con lo ocurrido en otras economías de la región en un contexto de términos de intercambio favorables. Argentina ha demostrado su gran capacidad de generar riqueza cuando lo que se potencia es el crecimiento genuino, asentado en la generación interna de valor.

De esta forma se logró reducir la pobreza del 55% (2002) al 20% a fines de 2007. Desde entonces, la aceleración de la inflación jugó en contra de un mayor descenso, que sólo fue retomado a fines de 2009 con la implementación de la Asignación Universal por Hijo. Esta medida tuvo particular incidencia en la reducción de la indigencia, que se redujo a un valor que actualmente oscila entre el 3 y 4% (8 años atrás afectaba al 23% de la población total).

Las recientes discusiones respecto a cómo mejorar la participación del trabajo en el producto estimulan un debate importante y necesario sobre las lógicas que guían la relación entre crecimiento, distribución y desarrollo.

La participación del salario en el PIB pasó de 34,3% a 43,6% entre 2002 y 2008, según datos el INDEC. Dado que en el año 2009 no hubo una reducción significativa en los puestos de trabajo – en parte gracias a medidas contracíclicas tales como el Programa de Recuperación Productiva – y sumado a que los aumentos salariales superaron la inflación (en particular en los segmentos formales), es posible proyectar una continuidad en el crecimiento de la participación del salario, que podría rondar el 45% del valor agregado. El 55% restante se distribuye entre ingreso mixto bruto – aquellos que reciben los no asalariados (cuentapropistas) – y la retribución al capital.

Cuando de distribución del ingreso en nuestro país se trata, es vital entender cómo funciona, incluso al interior del sector trabajador. En efecto, uno de los grandes desafíos en materia social y distributiva corresponde a la elevada informalidad existente en el mercado laboral, la cual genera una fuerte brecha tanto en los ingresos como en las condiciones de vida de los trabajadores.

En argentina existen aproximadamente 7,1 millones de asalariados formales (66% del total de asalariados), que en todo 2008 se llevaron el 90% de la retribución total al trabajo, mientras que los restantes 3,5 millones de asalariados no registrados sólo se apropiaron del 10%. La gran disparidad se explica por el salario promedio, que en 2009 rondó los $3.800 mensuales para los trabajadores en blanco y $ 1.010 para los no registrados. El escenario laboral argentino se completa con 3,7 millones de no asalariados, que reciben un ingreso promedio de $2.200 – aunque también existe una fuerte heterogeneidad a su interior ya que incluye tanto a los profesionales independientes como a los cuentapropistas en situaciones laborales precarias.

A la luz del debate actual, queda claro que no hay crecimiento sostenido en el tiempo sin distribución. Esto es así por la simple razón de que sin salario no hay mercado y sin mercado no hay inversión de calidad necesaria para transformar la matriz productiva. Sin embargo, la sociedad argentina necesita avanzar en los consensos y pautas distributivas necesarios para que haya tanto inversión con mejoras salariales: un consenso cuyo eje fundamental sea la puesta en marcha de un proceso de desarrollo económico y social.

Estas problemáticas sólo encontrarán soluciones en tanto y en cuanto nuestro país emprenda un proceso en donde se entremezclen cuestiones de orden macroeconómico (en particular la necesidad de una macroeconomía que permita la acumulación de capital reproductivo y desaliente la especulación y las actividades rentísticas), de competitividad (en materia de infraestructura, innovación y educación) y de fuerte apoyo hacia actividades que propicien la sustitución de importaciones, la generación y difusión de innovaciones y el desarrollo de complementariedades, dados sus efectos en términos de demanda (reduciendo la propensión a importar) como de oferta (externalidades positivas, economías de aglomeración, especialización).

Estas premisas aparecen como el eje de gravitación para la transformación de la estructura del empleo y la matriz distributiva. Sin embargo, el concepto mismo de cambio estructural conlleva importantes consideraciones en el campo de la economía política, requiriendo de una acción deliberada del Estado para regular los conflictos y motivar los acuerdos, corregir eventuales desajustes distributivos en detrimento de los sectores más postergados y velar por el cumplimiento de objetivos de producción e inversión.



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